El término «inculturación», aplicado al cristianismo, denota la presentación y reexpresión del Evangelio en formas y términos propios de una cultura. Resulta en la reinterpretación creativa de ambas, sin ser infiel a ninguna. La evangelización respeta la cultura como parte del fenómeno humano y como un derecho humano. La manipulación u opresión de la cultura es, por tanto, un abuso. La cultura es un sistema coherente de significados plasmados en imágenes y símbolos que permite al individuo relacionarse cognitiva, emocional y conductualmente con el mundo y comunicar esta comprensión a los demás. Es el prisma a través del cual una sociedad humana ve el conjunto de su experiencia, doméstica, política, social y económica. La cultura es aprendida por el ser humano a través de la socialización y se desarrolla a lo largo de la vida. Da identidad a un grupo humano y controla su percepción de la realidad. A efectos de la teología, es a la vez más positivo y más preciso que el término «contexto». El sincretismo denota un conflicto anómalo de sentido cuando, en el proceso de evangelización, las culturas «domestican» el Evangelio y distorsionan su significado. Ninguna cultura se considera indefectiblemente cristiana, ya que la inculturación es una llamada constante a la conversión y a la renovación.

La evangelización debe entrar en diálogo con las culturas si quiere producir algún efecto en los seres humanos. Las culturas son empíricamente diversas; por tanto, la evangelización conduce a formas culturalmente diversas de vivir el Evangelio. La inculturación, opuesta a la uniformidad, exige la legitimación de la diversidad. No puede haber monopolio de formas culturales en una comunión verdaderamente católica. Esto es cierto a pesar de la influencia mutua de las culturas evangelizadoras y evangelizadas («interculturación») y de la acumulación por parte de la Iglesia de elementos culturales actuales, pero contingentes, como patrimonio heredado. Hasta la toma de conciencia en el siglo XX de que la cultura es un fenómeno plural, la Iglesia daba por sentado que existía una cultura única y universal de la humanidad, cuya perfección se consideraba el cristianismo en su forma occidental y latina. No se tuvieron en cuenta los factores de la diversidad cultural en la controversia teológica, y la Iglesia fue incapaz de dar cabida a las iniciativas de los primeros misioneros jesuitas, como Mateo ricci, Roberto de nobili y Pedro Páez, cuando intentaron evangelizar culturas extranjeras desde dentro. En el siglo XX, sobre todo en el Segundo Concilio Vaticano y en las posteriores asambleas del Sínodo de los Obispos, se ha aceptado el pluralismo cultural y la inculturación como exigencia de la evangelización. Sin embargo, una minoría influyente en la Iglesia sigue afirmando que la cultura occidental posee un significado universal para la evangelización, a pesar de su naturaleza tecnocrática, su influencia secularizadora y su tendencia a socavar los valores religiosos de las culturas autóctonas.

Bases cristológicas para la inculturación. Entre las bases cristológicas de la inculturación, la doctrina del logos sembrador del mundo como agente de Dios en la creación se remonta a Justino Mártir y a los apologistas del siglo II, tipificados por Clemente de Alejandría. Ha reaparecido en el decreto misionero del Concilio Vaticano II, Ad gentes, y en la moderna teología de la creación. El Logos, la Verdad Divina o la Razón Divina, existe en forma diseminada por toda la creación, y cada tradición humana lo percibe oscuramente, antes de ser iluminada para ellos por el anuncio del Verbo encarnado. Este anuncio no supera esas tradiciones, sino que reconoce gustosamente los elementos de verdad que contienen. Otro enfoque cristológico es la analogía con la encarnación de Jesucristo y el paralelismo entre su educación cultural en Palestina y la evangelización misionera moderna. El paralelismo demuestra que Cristo es el sujeto de la inculturación y que la encarnación lo insertó en la dinámica intercultural de la historia humana. Sin embargo, resta importancia al desafío que Cristo ofreció a su propia cultura, y sugiere que el Evangelio, al igual que la preexistencia divina, llega a una cultura de forma culturalmente incorpórea. El enfoque cristológico más fructífero consiste en comparar la inculturación con el Misterio Pascual, al que está vinculado tanto causal como analógicamente. Mediante su pasión, muerte y resurrección, Cristo se convirtió en Señor universal y se puso a disposición de los hombres de todas las culturas. El Misterio Pascual ofrece también una analogía para la conversión de la cultura, que muere y resucita bajo el impacto de la evangelización, haciéndose así más auténtica y más fiel a su verdad subyacente.

Enfoques eclesiológicos de la inculturación. Los enfoques eclesiológicos de la inculturación incluyen, en primer lugar, la lógica de la misión universal de la Iglesia. Esa misión es la continuación de la missio Dei, el diálogo amoroso de Dios con el mundo, y el cumplimiento del gran mandamiento del amor universal que es lógicamente anterior a la gran comisión de enseñar a todas las naciones. Este amor es una comunión perfecta de las diferencias y, por tanto, liberadora. En este ámbito la teología de la inculturación se encuentra con la teología de la liberación. La segunda base eclesiológica de la inculturación es la auténtica tradición de la Iglesia y el papel del magisterio de la Iglesia. La primera realidad de la Iglesia es local: la iglesia particular y la región sociocultural en la que tiene lugar su testimonio. Su tarea primordial es reconciliar la cultura local con la tradición de la Iglesia, que se centra en la interpretación del acontecimiento de Cristo. Esta interpretación se basa en una trayectoria de sentido que asciende a las perspectivas del Nuevo Testamento. La tradición sagrada, con su crecimiento de perspicacia, pasa orgánicamente de cultura en cultura y de claridad en claridad a lo largo de la historia. Aunque la Biblia ocupa una posición privilegiada en esta tradición, junto con el ministerio sacramental y jerárquico que se deriva de las acciones y mandatos de Cristo atestiguados por el Nuevo Testamento, y aunque el significado de las declaraciones de fe hechas por el magisterio de la Iglesia no está abierto a la contradicción, todo ello sólo puede entenderse hoy con referencia a sus contextos históricos y culturales. La reformulación de acuerdo con la pluralidad cultural vivida por la Iglesia es estrictamente necesaria, si se han de tomar en serio.

El concepto de inculturación parece conllevar ciertas consecuencias para la forma de la Iglesia venidera, entre ellas el abandono de la preferencia por la cultura occidental y una mayor diversificación en la vida y la práctica cristianas. Los campos de la inculturación son: la teología, la catequesis, la liturgia, la vida religiosa, el matrimonio y la vida familiar, la salud y la curación, los ministerios y las estructuras eclesiales secundarias. La inculturación supondría, pues, un relativo pluralismo en todos estos campos. Dado que la inculturación no puede imponerse, sino que depende de la experiencia y las iniciativas de la comunidad local, el concepto parece prever estructuras eclesiales que favorezcan una mayor participación y colaboración.

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