Recursos chevron-right Comentarios chevron-right 1 Juan » Capítulo 3 «exégesis

Semejanza de la familia

Una de las primeras preguntas que nos hacemos cuando nos enteramos del nacimiento de un bebé es: «¿A quién se parece?». Rasgos como la apariencia física, incluyendo el color del pelo y de los ojos, las características faciales, la forma de la boca o la nariz, la altura y la complexión, se dan al nacer. Más adelante, cuando el niño crece y empieza a reflejar los hábitos de acción, habla o actitud de sus padres, podemos hablar de un niño como «una astilla de la casa». Aunque no todos los niños son simplemente versiones más pequeñas de sus padres, es raro que no haya algo en la constitución física, emocional o moral del niño que refleje su nacimiento o crianza.

En esta sección de la epístola el autor desarrolla con mayor amplitud la responsabilidad que recae sobre los hijos de Dios. Claramente espera que los hijos de Dios tengan un innegable parecido con aquel a quien reclaman como su padre espiritual. Esa semejanza se manifiesta principalmente en la esfera de la conducta, en la forma en que el hijo vive la responsabilidad resumida en la frase descriptiva hace lo que es correcto (3:7).

En el presente pasaje el Anciano hace este punto en algunas de las declaraciones más enfáticas de la epístola cuando escribe que nadie que vive en él sigue pecando (3:6) y, más fuertemente, no puede seguir pecando (3:9). Debido a su carácter absoluto y enfático, estas afirmaciones plantean un gran desafío a la interpretación. (Los estudios y discusiones de las opciones se encuentran en Brown 1982:412-15; Marshall 1978:178-83; Smalley 1984:159-64; y Stott 1988:134-40). Parecen exageradas e incoherentes con la experiencia humana. Y para complicar más las cosas, 3:4-10 también parece contradecir las declaraciones anteriores (1:8, 10) de que la negación del pecado es un pecado en sí mismo. Para desenredar esta maraña interpretativa, primero comentaré el contexto y la estructura del pasaje. Luego, tras un análisis versículo por versículo, intentaré atar los hilos de la discusión para aclarar la intención de Juan en el contexto de la epístola.El contexto y la estructura del pasaje

Una cuidadosa atención al contexto literario de este pasaje redundará en beneficio de su interpretación. Haremos bien en recordar que a lo largo de la epístola el autor ha intentado animar a sus lectores y asegurarles su posición ante Dios. Para que este pasaje no destruya todo lo que ha trabajado para construir, debe infundir confianza en sus lectores. Pero, ¿pueden las declaraciones absolutas, como la afirmación de que el hijo de Dios no puede pecar (v. 9), ser escuchadas como estímulo y buenas noticias? Sí, si tenemos en cuenta que cuando Juan recuerda a sus lectores que ahora son hijos de Dios (3:1), también dirige su esperanza a la revelación de lo que serán (3:2). Aunque hay transformación, también hay continuidad entre el presente y el futuro. Al hablar de la realidad presente, Juan anticipa la transformación prometida, al igual que en otros lugares habla de la realidad de la vida eterna y de la realización del juicio final de Dios en el tiempo presente. El poder que actúa en los hijos de Dios en el presente es el mismo que los transformará al regreso de Cristo. Si se les promete que serán puros (3:3), en el presente se les exhorta a vivir en previsión de esa promesa, ya que el mismo poder transformador está actuando en ellos.

Además, la base de la esperanza de los hijos de Dios no es su propia conducta, sino la obra de Cristo en su favor. Un análisis de la estructura del pasaje confirma esta afirmación. El pasaje consta de dos breves secciones paralelas, cada una de las cuales contiene tres cosas: una definición del pecado (vv. 4, 8); una declaración sobre el propósito de la obra de Cristo (vv. 5, 8) a la luz de la definición del pecado; y una declaración sobre las implicaciones de la obra de Cristo para la vida cristiana (vv. 6, 9; Stott 1988:125). La siguiente tabla ilustra estos paralelismos:

(a) El pecado es anarquía (v. 4)(a’) El pecado es del diablo (v. 8)tx(b) Cristo vino a quitar los pecados (v. 5)(b’) Cristo vino a destruir las obras del diablo (v. 8b)tx(c) Nadie que viva en Cristo sigue pecando (v. 6)(c’) Nadie que haya nacido de Dios seguirá pecando (v. 9)tx Esta tabla muestra que la obra de Cristo (b y b’) se opone al poder y la esencia del pecado (a y a’). Como los creyentes son los que viven en Cristo, su conducta (c y c’) debe reflejar la obra de Cristo y su oposición al pecado. La obra de Cristo -iniciada en su obra de quitar el pecado, pero aún por consumar- ancla la exhortación de Juan a la responsabilidad cristiana y su promesa de transformación futura. Con estas ideas en mente, pasamos a analizar versículo por versículo el pasaje que nos ocupa.La impecabilidad de Jesús, la pecaminosidad humana (3:4-6)

Aunque hay, como ya se ha dicho, dos secciones paralelas (3:4-6; 8-10) que hablan del pecado, la obra de Cristo y las implicaciones para la vida cristiana, cada una tiene un enfoque distinto. La primera subsección establece un contraste entre la impecabilidad de Jesús y la pecaminosidad humana.

El carácter del pecado (3:4). Juan comienza con lo que parece ser una definición del pecado cuando escribe: todo el que peca infringe la ley; de hecho, el pecado es anarquía. Al describir el pecado (hamartia) como anarquía o iniquidad (anomia), subraya su gravedad. La anarquía connota la desobediencia y el rechazo de los caminos de Dios. Si hay algunos que toleran el pecado como un asunto indiferente, esta epístola hace todo lo posible para disuadirlos de ese punto de vista.

Sin embargo, de forma más específica, la anarquía puede referirse a la anarquía que se espera en los últimos días, el rechazo definitivo de la verdad de Dios que se manifestará en la falsa enseñanza y la inmoralidad (Mt 7:15, 23; 13:41; 24:11-12; 2 Tes 2:3). Ese significado de anomia encaja con el énfasis de Juan en que los secesionistas son, de hecho, los «anticristos» que se esperan en la última hora (2:18): su pecado no es sólo iniquidad, sino la iniquidad del Anticristo. El entendimiento fundamental del pecado, entonces, es que es la oposición a la voluntad de Dios. Esa oposición no tiene por qué manifestarse en una rebelión u hostilidad abierta, como la que pensamos cuando consideramos la animosidad hacia la religión que exhiben algunos ateos prominentes. Tampoco tenemos que pensar en armagedones astrológicos. De hecho, en el pensamiento juanino la obra de los anticristos es el engaño (3:7; 4:1), y el pecado principal es la incredulidad. Aunque podríamos pensar que la incredulidad es un pecado pasivo, un pecado de omisión, la comunidad juanina estaba preparada para considerarla como la manifestación suprema de la pecaminosidad humana y el rechazo de Dios. Por eso, la afirmación de que el pecado es la iniquidad hace algo más que ofrecer una definición del pecado. Al mostrar el pecado como lo que es, anima a renunciar a él (Smalley 1984:155). Porque ¿cómo puede el pecado -la oposición a Dios- formar parte de la vida de quienes juran su lealtad a Dios?

La obra y la naturaleza de Jesús (3:5). En efecto, los que han jurado su lealtad a Dios lo han hecho a través de la obra mediadora de Jesucristo. Y aquí Juan dice que la obra de Jesús es quitar nuestros pecados. Si el pecado es oposición a Dios, la obra de Jesús se opone al pecado. Si hay una oposición entre lo que el pecado produce y lo que Jesús produce, entonces tolerar o ignorar el pecado en la conducta humana es socavar el propósito de la obra de Cristo. Es echar la suerte con el pecado, no con Dios.

Porque cuando Cristo quita nuestros pecados, quita las consecuencias del pecado -la culpa que el pecador tiene ante Dios- pero también quita su dominio sobre nosotros, trasladándonos de las tinieblas a la luz (3:14) y rompiendo el poder del mal sobre nosotros (5:18). Somos transferidos de la esfera de la oposición a Dios a la esfera de la vida con Dios. Pero si seguimos en el pecado, actuamos como si Jesús no hubiera muerto por nosotros, como si no hubiera derribado los muros que nos atrapaban en el pecado. Porque aunque quitar incluye el sentido de cargar con el pecado en nuestro nombre, puede significar algo más cercano a «abolir» o «acabar con» el pecado. La vida y la muerte de Jesús se oponen radicalmente al pecado y golpean el corazón mismo del poder del pecado. Además, condonar o tolerar el pecado es negar la vida de Jesús como modelo de justicia activa para el cristiano (2:6).

Las implicaciones de la obra y la naturaleza de Jesús para el creyente (3:6). En esta sección están implícitos dos polos importantes en el pensamiento de Juan: Por un lado, hace repetidas referencias al papel de Cristo en la eliminación de nuestros pecados, subrayando así la diferencia entre la pureza y la justicia de Cristo y la pecaminosidad del creyente. Pero, por otro lado, no se puede ignorar su énfasis en la semejanza actual entre Cristo y el cristiano. Ambas cosas deben ir unidas: sólo la muerte de Cristo purifica (1:7, 9), perdona (1:9) y expía (2:1) nuestro pecado. Por lo tanto, la afirmación de que nadie que viva en él sigue pecando depende más de la comprensión de lo que Cristo ha hecho por nosotros que de lo que podemos o se nos ordena hacer. La comprensión del anciano de la vida cristiana no se desarrolló en la observación del cristiano, sino en la percepción de la naturaleza de la vida y la obra de Cristo.

De ello se desprende que la naturaleza de la obra de Jesús da forma a la responsabilidad que recae sobre sus seguidores, los hijos de Dios. Lo que se quiere decir, pues, con la afirmación de que nadie que vive en él sigue pecando es muy sencillo: el pecado no es la característica que identifica a los que viven en él.Advertencia contra el engaño (3:7)

La advertencia no os dejéis engañar por nadie sirve de bisagra entre las secciones (3:4-6, 7b-10) que componen la unidad más larga (3:4-10). Con estas palabras, el anciano advierte a sus lectores que no se dejen desviar del camino del seguimiento de Dios. Se extraviarían si pensaran que la justicia no tiene por qué encontrar su expresión en una conducta recta como la que vieron en la vida de Jesús mismo (2:6; 3:5).La obra del Hijo de Dios, la obra del diablo (3:8-10)

Esta segunda sección reitera la comprensión del Anciano sobre el pecado y la justicia y su relación con la obra de Cristo. Aunque la estructura básica del pensamiento es paralela a la de 3:4-6, las imágenes difieren. Aquí Juan desarrolla el tema de la semejanza familiar y el parentesco para subrayar lo que ya ha dicho sobre el creyente como hijo de Dios que no puede pecar (v. 9). El comportamiento es una prueba por la que se puede discernir la orientación básica de uno en la vida. Observe una vez más la triple estructura del pasaje.

El carácter del pecado (3:8a). En este versículo Juan incluye algunas de las afirmaciones negativas más fuertes de que los que son pecadores son del diablo. Tanto las epístolas como el Evangelio de Juan hablan con frecuencia de ser «de» algo, una frase que apunta a la lealtad o la orientación. El pecado caracteriza al diablo, no a Dios, por lo que no se puede decir que los que pecan sean de Dios (3:8, 10). De hecho, el Anciano escribe que el diablo ha estado pecando desde el principio. Es decir, el diablo se caracteriza de principio a fin, y siempre ha sido conocido por los seres humanos, como alguien que desafía la norma de justicia de Dios y tienta a las personas a hacer lo mismo. Su característica identificativa es el pecado.

Nótese que la epístola no dice que los que pecan son nacidos del diablo, lo que daría un claro paralelismo con la correspondiente frase nacido de Dios. Pero lo contrario de nacido de Dios en el pensamiento juanino es «nacido de la carne» (Jn 3:6; Brown 1982:405). Todas las personas son creadas por Dios (Jn 1:10), pero los que llegan a la fe en Cristo dan pruebas de que también son «nacidos de Dios» (Jn 1:13). Se ha producido un nuevo acto de creación del Espíritu. En cambio, los que se niegan a venir a Cristo han optado por la animosidad hacia Dios y la alianza con el diablo. Son del diablo en virtud de su negación de Cristo, derivando su orientación en la vida no de la relación con y la orientación a Dios, sino a la oscuridad, el mal y el pecado. Una vez más, el dualismo juanino sale a relucir. Y de este pasaje se desprende que dicho dualismo es una descripción no de la forma en que los seres humanos son creados, sino de las elecciones que hacen (véase Kysar 1986:81).

La obra del hijo de Dios (3:8b). Si el diablo se caracteriza por pecar, el Hijo de Dios se conoce por venir a destruir la obra del diablo. Esta obra es el pecado, pues así como la justicia caracteriza a Dios, al Hijo de Dios y a los hijos de Dios, el pecado caracteriza al diablo y a los hijos del diablo. De hecho, es su pecado lo que los marca como hijos del diablo. No sólo el pecado del diablo y la ausencia de pecado de Jesús se contraponen, sino que también lo hacen sus obras características: el diablo peca, Jesús destruye las obras del diablo (Stott 1988:129). Jesús derriba el edificio de pecado que el diablo construye, y así libera a las personas transfiriéndolas al reino donde permanecen en la justicia y en Jesús (3:6, 14).

Es importante señalar que esta transferencia se considera efectiva y segura. Si los creyentes pecan -y está claro que lo hacen (1:8, 10)- su pecado no indica que se hayan trasladado temporalmente a la esfera de las tinieblas. El Anciano no amenaza a sus lectores con que están en peligro de «perder su salvación», de reincidir o de caer en la alianza con el diablo. Se les asegura que son hijos de Dios. El llamamiento es, pues, a vivir de manera que el parecido familiar sea siempre manifiesto. Si aquí hay exhortación, también hay ánimo.

Las implicaciones de la obra de Jesús para el creyente (3:9-10). La destrucción de las obras de pecado del diablo es tan completa que leemos una afirmación muy audaz en el versículo 9: Nadie que haya nacido de Dios seguirá pecando… no puede pecar (o seguir pecando). En efecto, cuando la obra de Jesús se opone al pecado y lo destruye, ¿cómo pueden los nacidos de Dios habitar en él? Juan continúa con la declaración explicativa de que no pueden pecar porque la semilla de Dios permanece en . No se explica exactamente qué es esta semilla, y ha desconcertado a los comentaristas. Obviamente, debemos tomarlo aquí en un sentido metafórico. Algunos han sugerido que significa el Espíritu Santo; otros, la Palabra de Dios; y otros, que significa ambas cosas. Sin embargo, tal vez no simbolice tanto otra cosa, sino que simplemente continúe la imaginería familiar. Como escribe Kysar, «Dios ha implantado en los cristianos lo que los hace sus hijos» (Kysar 1986:81; Brown 1982:411; Stott 1988:133-34). Y el hecho de que la semilla de Dios permanezca señala la permanencia de esa obra. La semilla que Dios planta no puede ser desarraigada.

El versículo 3:10 nos remite a 3:1-3 y a su contraste de lo visto y lo no visto, lo conocido y lo desconocido. En 3:1-3 el Anciano afirmó que ahora somos hijos de Dios, aunque todavía no se ha dado a conocer lo que seremos. El pasaje en cuestión, 3:4-10, ha asumido que, al igual que los hijos tienen una semejanza con sus padres, y así como esa semejanza se manifestará y debe manifestarse en el comportamiento, la conducta de los hijos de Dios pone de manifiesto a quién pertenecen. En concreto, la relación con Dios tiene dos manifestaciones: la justicia y el amor. Ambas son características de Dios; ambas son características de los hijos de Dios. Más aún, ambas son y necesitan ser expresadas activamente, y expresadas de manera que se ajusten a la norma de Dios y al patrón establecido por Jesús.

Aunque la frase ni es nadie quien no ama a su hermano parece ser añadida casi como una idea de último momento al final del versículo 10, de hecho es parte integral del argumento del autor. En primer lugar, los secesionistas a los que el anciano reprende manifiestan tanto una falta de justicia como una falta de amor. Así, la afirmación de que quien no hace lo correcto no es hijo de Dios; y quien no ama a su hermano resume la reprimenda de Juan a los disidentes. Sin embargo, también puede generalizarse, pues el autor ciertamente quiere decir también que todo cristiano debe caracterizarse por el amor y la justicia. En segundo lugar, los que se relacionan con Dios como hijos también se relacionan entre sí como hermanos. Por lo tanto, es imposible ser parte de la familia de Dios y no manifestar amor hacia otros en la familia. Como se ha señalado anteriormente, las relaciones verticales y horizontales del cristiano están siempre integralmente relacionadas entre sí. En tercer lugar, ya se ha introducido el tema del amor, que proporciona la sustancia del resto de la epístola. Así, el argumento de la epístola pasa ahora de la naturaleza de la justicia, el pecado y la obra de Cristo a la naturaleza del amor. Aquí veremos que la persona y la obra de Cristo no son menos importantes para entender el amor.Resumen: Poder transformador

Al resumir este pasaje, debemos subrayar primero el énfasis del autor en la propia rectitud de Jesús. Como el que es justo, Jesús realiza la expiación y el perdón (2:1). Destruye las obras injustas del pecado y del diablo. Proporciona un modelo de conducta para el creyente (2:6; 3:5). Y volverá para completar la obra que ha comenzado: para transformarnos en la imagen del Dios que es puro (3:3). Tanto la manifestación inicial de Cristo como su regreso se hablan en términos del efecto que su obra tuvo sobre el pecado: en su primera venida quitó el pecado (3:5, 8); en su regreso (2:28; 3:3) nos purifica.

Claramente, en toda esta discusión, la atención debe centrarse no en nuestros esfuerzos por llegar a ser puros o alcanzar un estado de impecabilidad, sino en lo que se ha hecho por nosotros para purificarnos, para transferirnos al reino donde la justicia, y no el pecado, domina. La obra de Dios a través de Cristo ha creado un reino donde el poder purificador y transformador de la justicia, la verdad y el amor son operativos. Y si ahora somos hijos de Dios en virtud de ese poder, lo que seremos aún no se ha dado a conocer. Desde el principio hasta el final de nuestra vida con Cristo, el poder que actúa dentro y entre nosotros es el poder de la justicia. Ese es el privilegio y la promesa que nos corresponde.

Inherente a esa promesa hay una exhortación a la conducta justa. Los nacidos de Dios ya no viven sin reconocer a Dios, sino que son plenamente conscientes de la responsabilidad que les corresponde como hijos de Dios. Su orientación es hacia el Dios que es luz (1:5). Su dirección en la vida se deriva del carácter de Dios. Su responsabilidad es vivir como lo hizo Jesús (2:6), en conformidad con el carácter de un Dios que es recto, amoroso y justo. Los que dicen sí a Dios, cuya orientación deriva de la voluntad de Dios, se abren al poder transformador de Dios. Aunque la obra purificadora de Dios aún no se ha completado, ese poder transformador ya está actuando entre y en aquellos que han sido llamados hijos de Dios.

En resumen, la afirmación Nadie que haya nacido de Dios seguirá pecando, y otras similares, deberían escucharse simultáneamente a varios niveles: En primer lugar, nos orienta hacia nuestra esperanza futura, una esperanza de que, como hijos de Dios, aún seremos más parecidos a Dios. En segundo lugar, al dirigir nuestra mirada a nuestra esperanza futura, la afirmación también supone que el mismo poder que nos rehará en ese momento ya está actuando en nosotros. En tercer lugar, ese poder está ahora activo en el mundo porque fue manifestado por el propio Jesús en su obra de romper el dominio del pecado sobre nosotros. Y, por último, en su propia vida, Jesús ejemplificó el amor abnegado y la obediencia a Dios que también es responsabilidad de los hijos de Dios. Si la afirmación de Juan parece hiperbólica, se debe a su ansiosa anticipación de las bendiciones de la era futura, que ahora se están realizando a través del ministerio de Jesús entre sus seguidores.

Articles

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.